El rol de la desinformación en la propagación de enfermedades
En un mundo hiperconectado, la información viaja más rápido que nunca
Esto puede ser muy beneficioso cuando se trata de alertas sanitarias, campañas de prevención o avances en medicina. Sin embargo, la información también tiene un lado oscuro: la desinformación. La propagación de noticias falsas o engañosas, especialmente en temas sanitarios, puede tener graves consecuencias. Durante pandemias o epidemias, la desinformación puede alimentar el miedo, sabotear medidas de control e incluso contribuir a la propagación de enfermedades. No es solo una cuestión de desorientar.
La desinformación es la difusión de información falsa o inexacta y puede ser de manera intencionada o no. Hay que diferenciarla de la información errónea, ya que la desinformación muchas veces tiene un propósito específico: manipular opiniones y generar opinión.
Muchas personas sueltan afirmaciones sin respaldo científico que pueden parecer inofensivas, pero que en realidad ponen en riesgo la salud pública. Si las personas comienzan a desconfiar de las autoridades sanitarias, rechazan tratamientos efectivos o adoptan prácticas peligrosas, se vuelve más difícil controlar la expansión de enfermedades.
¿Cómo se propaga la desinformación?
Las redes sociales han sido el hilo principal para la expansión de desinformación sanitaria. Whatsapp, X o TikTok permiten que una noticia completamente falsa alcance a millones de personas en cuestión de horas. Además, los algoritmos de estas redes suelen mostrar contenido que genera reacciones emocionales, lo que suele favorecer mensajes alarmistas.
La desinformación también se propaga en medios tradicionales y con el boca a boca. Políticos, celebridades e influencers pueden contribuir de manera voluntaria o no a su difusión. Lo alarmante es que, en muchas ocasiones, los mensajes falsos se muestran de manera convincente, con un lenguaje técnico o con testimonios emotivos que apelan a las emociones más que a la propia razón.
Casos recientes: del COVID-19 a la viruela del mono
Durante la pandemia de COVID-19, la desinformación alcanzó niveles sin precedentes. Las redes sociales se llenaron de teorías conspirativas, supuestos tratamientos milagrosos (inyecciones con desinfectantes o comer ajo) y ataques contra científicos. Algunos negaban la existencia del virus; otros, su gravedad. También surgieron movimientos antivacunas más fuertes, alentados por figuras públicas y plataformas digitales.
La OMS acuñó un término para describir la sobreabundancia de información tanto cierta como falsa, la “infodemia”. Esta complicó las labores de los profesionales sanitarios. Muchos pacientes llegaban confundidos a las consultas, otros se resistían a seguir tratamientos y algunos incluso se organizaron para boicotear las campañas de vacunación.
Casos similares se han visto con otras enfermedades. Durante el brote de viruela del mono en 2022, circularon falsos rumores que la relacionaban exclusivamente con ciertos grupos poblacionales, lo que aumentó el estigma y dificultó la prevención. En otros contextos, como el brote de ébola en África, hubo ataques a centros médicos alimentados por rumores infundados.
Consecuencias sanitarias y sociales, ¿qué se puede hacer?
La desinformación puede causar un daño real en la salud de las personas. Por ejemplo:
- Retraso en la vacunación o rechazo total de vacunas, lo que permite que enfermedades prevenibles sigan circulando.
- Adopción de tratamientos caseros o remedios peligrosos que pueden empeorar la condición de un paciente.
- Estigmatización de grupos sociales, lo que puede ocultar brotes reales y dificultar la atención médica.
- Desconfianza en los sistemas de salud, lo que debilita la cooperación en futuras crisis sanitarias.
A nivel colectivo, todo esto hace más difícil controlar brotes y pandemias. La salud pública depende, en gran parte, de la cooperación ciudadana. Si esta se rompe por culpa de la desinformación, las consecuencias pueden ser catastróficas.
Combatir la desinformación es una tarea compartida. Algunas estrategias clave son:
- Educación crítica. Fomentar desde muy temprano la capacidad de evaluar fuentes, contrastar información y entender cómo funciona el método científico.
- Responsabilidad en redes sociales. Las plataformas digitales deben mejorar sus mecanismos de verificación y limitar la difusión de contenido falso.
- Comunicación clara desde fuentes oficiales. Las autoridades sanitarias deben esforzarse por comunicar de forma transparente y accesible.
- Participación de la sociedad. Médicos, periodistas, educadores e incluso usuarios comunes pueden actuar como agentes de información confiable.
La lucha contra las enfermedades no solo se libra en hospitales y laboratorios, sino también en el terreno de la información. La desinformación es un enemigo invisible pero real. Estar bien informados, verificar fuentes y ejercer un pensamiento crítico son hoy en día actos de responsabilidad colectiva.

