Entre el escorbuto y la pólvora
Exploramos cómo eran la vida y la enfermedad en un barco pirata durante la era dorada de la piratería, entre los siglos XVII y XVIII
¿Quién no ha soñado con ser pirata alguna vez? Ser libre como un ave y viajar a cualquier lugar del mundo, abordar otros barcos y encontrar (que no saquear, aquí somos gente legal) botines. La realidad, sin embargo, estaba muy alejada del romanticismo de las novelas de Salgari o de las películas de Piratas del Caribe. Navegar con la Jolly Roger izada era, ante todo, subsistir en un ecosistema extremo que combinaba una vida al margen de la ley con la precariedad logística de una guerra de guerrillas flotante. Y es que, a bordo de un barco pirata todo era escaso salvo la incertidumbre.
La arquitectura de los cascos de madera, la ventilación limitada y la humedad perpetua convertían la bodega en un criadero de mohos, pulgas, cucarachas y otras plagas. El hedor a orina y a pólvora quemada se confundía con el vapor caliente de los trópicos, mientras los toneles de agua se estropeaban con algas y bacterias. Incluso cuando se conocía la destilación, el proceso era demasiado lento y la solución habitual consistía en mezclar el líquido corrompido con alcohol o vinagre para «matar» lo que fuese que allí proliferara. Un método similar empleaban para mantener su higiene: cada vez que iban al baño, usaban después trozos de tela empapados en vinagre o alcohol para limpiarse.
Alimentación y enfermedades a bordo de los navíos
Por supuesto, la dieta no ayudaba: sobre bizcochos, carne salada y ron se cernía la amenaza del escorbuto. Antes de que James Lind probase la eficacia del consumo de cítricos para combatir el escorbuto en 1747, los navíos gubernamentales calculaban pérdidas del 50% por falta de vitamina C. Los piratas, con escalas más cortas y flexibles, mitigaban el problema saqueando huertos costeros o cazando tortugas, animales que podían vivir semanas en la bodega y aportaban carne fresca y vitaminas.
No obstante, el agua contaminada y la proximidad física seguían desatando brotes fulminantes de disentería y tifus, sobre todo cuando la tripulación aumentaba tras un abordaje o la liberación de convictos reclutados a la fuerza. Esta situación empeoraba al atracar en los puertos, donde la amenaza cambiaba de forma: era relativamente común que algunos hombres contrajesen enfermedades causadas por parásitos como la malaria o la fiebre amarilla; así como enfermedades venéreas tras mantener contacto sexual con prostitutas. Estas fiebres diezmaban tripulaciones en cuestión de días y convertían la velocidad en puerto en una maniobra de supervivencia. Los capitanes más veteranos lo sabían y optaban por recaladas exprés, cargando víveres y partiendo antes de que los mosquitos hicieran su trabajo.
La medicación, lejos de ayudar, empeoraba en muchos casos estas situaciones. Eran comunes en aquella época los tratamientos con mercurio, que sin embargo tenían severas consecuencias para la salud. Entre sus efectos negativos destacan daños al sistema nervioso, incluyendo ceguera y pérdida de audición, problemas renales y gastrointestinales y, en menor medida, enfermedades cutáneas como la dermatitis.
Un cirujano vale su peso en oro
Por otro lado, la violencia de los abordajes añadía traumatismos: astillas que penetraban en la carne al explotar un cañón, balazos y cortes de sable que comprometían tendones o que exigían amputar. Por ello, los cirujanos se convertían en el profesional mejor valorado dentro de la comunidad pirata. La remuneración, por supuesto, estaba a la altura: se les ofrecía acción y media de los botines encontrados. Como era raro que estos profesionales se decantasen por el mundo de la piratería por voluntad propia, muchos barcos de bucaneros solían secuestrarlos de barcos mercantes. Existe mucha información sobre la vida de estos facultativos en los barcos, que en sus diarios y memorias personales detallaban cauterizaciones con aceite hirviendo, ligaduras hechas con tripa de animal y anestesias a base de ron o láudano.
Frente a este panorama, los piratas desplegaron estrategias creativas. Primero, esa captación de especialistas y la negociación de un rol político a bordo: los cirujanos podían prescribir dietas y reservar medicinas sin pasar por la autoridad del capitán. Segundo, la socialización del riesgo: los famosos «fondos de compensación» previstos entre los artículos de cada tripulación garantizaban un pago a quien perdiera un miembro en combate, gesto que alineaba la salud individual con la estabilidad de la cuadrilla al completo. Tercero, el pillaje farmacéutico: en 1718, durante su asalto a la ciudad de Charleston, Barbanegra reclamó un cofre de medicinas valorado en 400 libras, consciente de que un ungüento a tiempo podía serles de más utilidad a él y a sus marineros que una moneda.
La vida pirata, ¿la vida mejor?
Gracias a todas estas medidas, los rufianes que surcaban los mares consiguieron un cierto equilibrio, precario pero eficaz. Las travesías cortas y las escalas frecuentes limitaban el escorbuto; las limpiezas con vinagre controlaba, sin eliminar, la disentería; y el uso intensivo del ron como antiséptico improvisado mantenía a raya algunas infecciones cutáneas. Sin embargo, la exposición a las enfermedades tropicales y venéreas seguía siendo una ruleta rusa capaz de segar la moral de hasta el personal de navío más disciplinado. Al final, la salud se convertía en un bien estratégico tanto como la pólvora o el oro, y de su manejo dependía la longevidad de toda empresa pirata.
Lejos de a lo que nos han acostumbrado el cine y la literatura, la conocida como Edad de Oro de la piratería fue en realidad una era oscura iluminada por el ingenio pragmático de hombres obligados a innovar, desesperados, en los márgenes de la oficialidad.