¿Qué tienen en común Camus, Brueghel y Bergman?
Exploramos los ecos que dejó uno de los eventos más oscuros de la historia en nuestra cultura
En el mundo anglosajón existe una popular rima infantil que reza: «Ring around the rosie, pockets full of posies, ashes, ashes, we all fall down». En una forma que recuerda al Corro de la patata, quienes cantan su versión análoga y anglófona se reúnen en círculo y al llegar a la última parte compiten por ver quien se sienta antes en el suelo.
No obstante, y al igual que ocurre con otras tantas canciones y juegos infantiles, esta rima encierra un trasfondo un tanto oscuro. Bajo la opinión de múltiples expertos, la letra de esta canción evoca la peste negra, la pandemia de peste bubónica que asoló Europa y parte de Asia y África durante el siglo XIV y que redujo la población mundial a la mitad.
Como seres humanos encontramos una obsesión con la muerte que se evidencia a lo largo de nuestro legado histórico y cultural. En el caso de la peste negra es incluso más obvio: su altísima letalidad, en conjunto con el misticismo que rodea a la Edad Media, ha conseguido que la plaga obtenga una plaza permanente en el imaginario colectivo. Si, por lo que fuera, alguien no sabe aún de lo que estoy hablando, le animo a que realice una búsqueda rápida de la frase «doctor de la plaga» en Internet para comprender hasta donde llega nuestra fascinación por lo macabro. Por supuesto, este morbo no es un fenómeno reciente.
La peste negra sobre el lienzo
Escojamos una tarde cualquiera para dar un paseo por El Prado. Caminemos por sus pasillos. Exploremos sus colecciones. Ignoremos los Goyas, los Grecos, los Tizianos o los Velázquez; estos no nos conciernen. Visitemos una de las secciones principales del museo, la de pintura flamenca, donde cohabitan El Bosco y Rubens, entre otros. Allí existe uno, que sí nos concierne, que llama particularmente la atención por lo siniestro de lo representado.
El triunfo de la muerte es una pintura quinientista del artista neerlandés Pieter Brueghel el Viejo (no confundir con su hijo, Pieter Brueghel el Joven; ni con su otro hijo, Jan Brueghel el Viejo; ni con el hijo de este último, Jan Brueghel el Joven). En ella una legión de muertos arrasa un pueblo, dejando tras de sí un reguero de caos y desolación.
El cuadro está saturado de referencias, desde iconoclastia religiosa a representaciones de diferentes métodos de ejecución y tortura; al ejercer un análisis más concienzudo se aprecian varios detalles que indican que esta obra es en realidad una alegoría a la peste negra: los carros llenos de cadáveres, las pilas de cuerpos ardiendo o los diferentes estamentos sociales doblegándose indistintamente a la muerte. Como ejemplo de esto último, en la esquina inferior izquierda de la tabla se puede ver a un rey sucumbiendo mientras el ejército de las tinieblas le arrebata sus riquezas.
Brueghel utilizó esta visión apocalíptica para mostrar el desasosiego que dos siglos antes había causado la enfermedad en Europa. Al paso de la muerte, el paisaje se torna árido y ruinoso. Las caras de los pocos personajes que aún no han muerto se retuercen en expresiones de angustia y temor, sabiendo que están combatiendo un destino inevitable. Y que es absurdo resistirse a un final que, antes o después, les alcanzará a todos.
La enfermedad como sinónimo de una existencia absurda
Y hablando de absurdos, hablemos de Camus. Albert Camus (1913-1960) también exploró en su obra los ecos de la peste aunque, a diferencia del enfoque fatalista de Brueghel, él los abordó desde un prisma más existencialista. Su novela de 1947, La peste, relata la historia de una epidemia de características similares que azota la ciudad argelina de Orán. El absurdo de la existencia humana (una constante en Camus) y la resistencia frente a lo inevitable son algunas de las claves que el autor desarrolla en esta historia.
Para Camus, la peste se presenta como una metáfora del sufrimiento universal y la alienación inherente a la vida. En la novela, los personajes luchan contra la plaga con gestos que, aunque a priori parecen fútiles, son actos de rebelión contra el absurdo. En esencia, Camus plantea la lucha contra la inevitabilidad del destino como una cuestión de amor propio; la resistencia contra el absurdo y contra un futuro predeterminado mediante la solidaridad y la acción colectiva es lo que hace a su obra un alegato de apoyo a la dignidad humana. Un alegato que, por otra parte, sorprende en su idealismo, dadas la naturaleza oscura del tema tratado y la aproximación nihilista de la filosofía camusiana.
La alta mortandad de la peste y su volatilidad suponen, tanto en la obra de Camus como en la de Brueghel, una excusa para retratar la condición humana. La Muerte Negra representa ni más ni menos que el enfrentamiento de la raza humana con su propia fragilidad, el terror colectivo y el caos, todo ello plasmado desde diferentes perspectivas. Por su parte, el escritor argelino prefiere la sobriedad de lenguaje; Brueghel, sin embargo, se decanta por el dramatismo visual.
Duelo con la muerte
Y esto nos lleva al último nombre en esta tríada: el director sueco Ingmar Bergman (1918-2007). En Suecia la epidemia tuvo unas consecuencias fatales: se calcula que eliminó a un tercio de su población y que el país no consiguió recuperarse hasta trescientos años después. El cineasta afrontó este tema en una de sus cintas más memorables, El séptimo sello (1957). En ella, un caballero medieval regresa a una Europa asolada por la peste negra y se encuentra cara a cara con la Muerte, con quien juega una partida de ajedrez en un intento desesperado por eludir al destino. El hecho de que la película nos recuerde a El triunfo de la muerte no resulta casual: los paisajes áridos, los cadáveres amontonados, los campesinos flagelantes y las procesiones de penitencia que dominan el filme parecen sacados del cuadro de Brueghel.
Sin embargo, al igual que Camus, Bergman no se contenta con plasmar la desesperación como la única respuesta posible frente a la fatalidad. Aunque sí es cierto que el tono de la película es sombrío, también se permite momentos ocasionales de calidez: en una trama, una familia de artistas viajantes encuentra consuelo en su amor mutuo; en otra, se muestra la capacidad del caballero de realizar un último acto de bondad antes de sucumbir a su sino.
Es aquí donde Bergman dialoga tanto con el existencialismo de Camus como con la brutal honestidad de Brueghel: la muerte es inevitable, pero lo que hacemos antes de su llegada define el significado de nuestra existencia.
Resistimos, luego existimos
En última instancia, Camus, Brueghel y Bergman convergen en una meditación sobre lo que significa ser humano en un mundo dominado por la incertidumbre. Sus obras trascienden épocas y formatos para recordarnos que la muerte, aunque aterradora, no es solo el final, sino que es también un espejo en el que podemos contemplar nuestra propia existencia. ¿Qué hacemos cuando enfrentamos lo ineludible? Resistimos. Y en esa resistencia, quizá, nos podemos encontrar a nosotros mismos.