Editorial

Viaje a ninguna parte

Yo soy una persona humilde, que no sabe nada de muchísimas cosas, un poquito de algunas y lo justo de dos o tres, pero la vida no me da para más. De este mundo entiendo cada vez menos y del otro, el del más allá, ya veremos. No obstante, intento aprender lo que puedo en el poco tiempo que tengo.

El otro día vi por la tele a una ministra, una tal Llop, que decía que viajaba en metro y en bus y que oía conversaciones de lo más eruditas. Me planteé si mi método de aprendizaje hasta ese día había sido erróneo y lo que tenía que hacer era viajar más en transporte público. Dicho y hecho, al día siguiente entré aleatoriamente en una estación de metro, con destino a ningún lugar concreto, dispuesto a escuchar atentamente todas las conversaciones posibles y aprender.

En el andén ya pude comprobar que la gente charlaba con profusión, pero como iba andando, no pude prestar demasiada atención. Por fin llegó el tren y abrió sus puertas. Fue como si toda la luz del Universo me hubiese iluminado. El espectáculo que contemplé me dejó atónito, era como entrar en un templo de sabiduría y eso que eran las 7:30 de la mañana. Parejas, grupos de personas hablaban y discutían sin cesar, también por teléfono. Como si yo fuese Peter Parker cuando le picó la araña, todas las conversaciones me empezaron a llegar nítidas, podía oír todas a la vez y lo que era más maravilloso, las podía distinguir. Flipé, fue orgásmico.

Desconozco las profesiones de aquellos viajeros, su procedencia, sus estudios, su vida, sus gustos, su cultura, pero sus conversaciones fueron de lo más ilustrativas para mí. Oí hablar de tantas cosas: literatura, cine, arte, política, economía, derecho, biología, geología, matemáticas… Tomé nota A BOLÍGRAFO de todo aquello que pude, pero no me daba tiempo a tanta erudición ¡Qué locura!

Un trío que tenía a mí derecha hablaba de lo mucho que había bajado el barril de petróleo, dándose la extraña circunstancia, de la subida inversamente proporcional de la gasolina. Manejaban con fluidez palabras como Brent, OPEP, oleoductos, crudo, densidades, refinerías…

Otros que estaban a mi izquierda discutían acaloradamente sobre Derecho Constitucional. Unos denunciaban cómo se habían pisoteado varios artículos de la Constitución del 78 durante el año 2020. Otros que no, que se habían cumplido todos los requisitos legales. Mencionaban a los miembros del Tribunal Constitucional como si los conociesen de toda la vida.

Unas señoras que estaban sentadas frente a mí soltaban con fluidez datos de inflación, IPC y de tantos conceptos económicos que no soy capaz de reproducir y muchos apellidos extranjeros y teorías económicas, ni me dio tiempo a escribirlos.

Al fondo, había unos que se remontaban al principado de un tal Kiev y relataban la historia de Rusia, de la disolución de la Unión Soviética, de la evolución de la guerra, citando una cosa que llamaban geopolítica, intereses económicos y comerciales… un cisco de mil demonios. ¡Qué conocimiento de la Europa del Este y del Mundo en general!

Otros hablaban del éxito o del fracaso escolar, según mencionaban año por año las diferentes leyes educativas. Dios mío, un auténtico delirio: LOGSE, LOMCE, LORZA, PORSI, que se yo… unas leyes pisaban a otras, otras se pisaban a sí mismas. Soy incapaz de recordarlas todas. Pero ellos sabían todo, nombres, fechas, artículos, temáticas, controversias… Todo, absolutamente todo.

Entraron dos discutiendo acaloradamente sobre cuantos (in) migrantes debían venir a España para sostener el sistema de pensiones. El hombre decía que diez millones y la mujer sostenía con rotundidad que tenían que venir alrededor de veinte millones. El hombre que estaba a su lado se metió en la conversación, aportando cifras de desempleo, tras un rato discutiendo los tres, el hombre que se había incorporado a la conversación soltó la siguiente frase: “cómo vamos a dar empleo a veinte millones de inmigrantes si ya tenemos cuatro millones de parados y no tienen posibilidad de trabajar”. De repente, todo el vagón calló. Las miradas se volvieron hacia él. Miradas frías, inquisidoras, aterradoras, amenazantes, escalofriantes… creo que se cagó en los pantalones. Se bajó en la siguiente estación. Cuando se hubo bajado y cerrado las puertas, todos criticaron al pobre hombre que había salido. Al día siguiente, en las noticias dijeron que un hombre de ideología ultraderechista se había tirado a las vías del tren y había fallecido “afortunadamente”. Sí, sí, eso dijeron. En la 1, en la 2, en la 3, en la 4, en la 5, en la 6 y así hasta el infinito y más allá. Aunque las caras de los periodistas eran distintas, todos repetían la noticia como autómatas al dictado de sus amos, una y otra vez.

Yo seguí en mi sitio, un poco acojonado (he de confesar), pero ni me moví, quería aprender en aquella universidad maravillosa del transporte público que me había descubierto esa tal Llop. Fue una experiencia inolvidable. Pero me di cuenta de un detalle: el transporte público en el que viajaba Llop, no era el transporte público de la gente corriente, que trabaja, que se esfuerza por salir adelante, era otra cosa y tenía un destino que no era el mío: un viaje a ninguna parte. Me apeé, cambié de andén y regresé a mi hogar.

Cuando desperté del sueño, miré el reloj, eran las 7:50, miré a mi alrededor y nadie hablaba. Unos iban mirando el móvil, otros escuchando música, otros dormidos. Llegué a mi estación de destino y caminé en silencio hasta la salida, igual que el resto, hombres y mujeres que toman el transporte público para ir a ganarse el pan. Nunca vio nadie a esa tal Llop deambular por metro o autobús real. Es probable que su transporte público sea el de un Mundo Imaginario, como el de mi sueño.

José Luis Águeda

Editor

Un comentario en «Viaje a ninguna parte»

  • “La televisión es el espejo donde se refleja la derrota de todo nuestro sistema cultural.” (Federico Fellini)

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